miércoles, 22 de octubre de 2014

EL PUÑO QUE DISLOCA LA MANDÍBULA - ARIEL MONTENEGRO

Tenía dieciséis años, pero parecía de veinte. Era alto, con un físico helénico y una sonrisa que arrancaba suspiros a media escuela (la otra mitad eran varones, machos, masculinos).
Era buen deportista y sus calificaciones no estaban mal, quería ser ingeniero, pero le gustaba el arte y aunque no era talentoso en ninguna, podía conversar fluidamente sobre cine, literatura, plástica o música; el ballet le era esquivo, nunca le había llamado la atención.
A los quince había tenido su primera experiencia sexual con una estudiante universitaria que se creyó que tenía diecinueve y se enamoró perdidamente de él: había visto su dosis justa de pornografía y conocía elementos básicos de la cuestión.
Su madurez opacaba a sus amigos. Los más apuestos lo veían en silencio como el enemigo y los más feos como el ejemplo a imitar. Nunca sintió la vergüenza de los jovencitos ante el sexo opuesto, nunca se sonrojaba, ni tartamudeaba ni se quedaba sin palabras ante la muchacha que le gustara, y eso las volvía locas.
Pocos adolescentes tenían menos inseguridades y tabúes que él, tal vez, por el hecho de que su mamá era abiertamente tortillera y su papá un maricón de carroza, como le escuchó decir a ese tipejo al que se vio obligado a dislocarle la mandíbula, partirle la oreja y sacarle una muela de un solo puñetazo.
De niño no estuvo definido por el azul o el rosado, porque lo vestían de arcoíris. Le enseñaron que mamá y papá son conceptos que no tienen nada que ver con el pipi o pito porque el amor no es algo que se mete o se saca, sino que crece solo. Sabía que mamá y papá se amaban y que eso nada tenía que ver con el pito o el pipi. Lo habían enseñado a tener el corazón libre.
Y probablemente lo habían educado así porque aunque a papá desde chiquitico se le notaba la mariconería y a mamá el totillerismo, los tiempos eran otros y otros los padres y otra la escuela y otros los sicólogos que le decían a los abuelos que aquello tenía arreglo.
La suerte fue que mamá y papá se encontraron en la beca, cuando tenían dieciséis años y se hicieron amigos para siempre. Al terminar la universidad se casaron pa’ tapar la letra, como rumoraban los vecinos y los compañeros del aula, y finalmente decidieron hacer el amor para tener un hijo. Y les gustó hacer el amor, si se entiende hacer como acto de creación, aunque el sexo entre ellos no les parecía aborrecible.
Era atlético porque sí, porque le gustaba el deporte, pero nunca se había preocupado demasiado por el cuerpo. Durante años había visto a mamá y a papá compartir el cuerpo con terceros solo como un trámite después de que se ha entregado el espíritu. Papá decía, como Galeano, que el cuerpo es una fiesta.
Sabía enamorarse y sufrir por amor porque había visto sufrir a mamá y a papá por esa causa, y los había visto consolarse mutuamente: aunque dormían en cuartos separados, cuando alguien les rompía el corazón, mamá y papá se quedaban juntos en la misma cama, como en los tiempos de la universidad. Por eso también sabía que no es demasiado grave sufrir por amor cuando hay amores más grandes que están para curar los sufrimientos.
Aprendió a sufrir por amor observando a mamá y a papá, porque ellos lo hacían muy a menudo. Era lógico, ninguna de las novias de mamá ni de los novios de papá soportaba por mucho tiempo que hubieran decidido ser una familia funcional y vivir juntos por su amistad, pero sobre todo, por su hijo.
Sufría porque mamá y papá vivían su felicidad limitada por no haber tenido la posibilidad de casarse nunca con alguien de su mismo sexo. Incluso, cuando era niño, había llegado a pensar que hubiera sido muy divertido tener cuatro padres en la misma casa, en lugar de dos.
Sufría porque aquellos que le habían dado todas las herramientas para ser un hombre de éxito, sus ojazos castaño oscuro, la sensibilidad, el fútbol, el cine, los libros y el espíritu, eran infelices o, al menos, resignados.
Sufría porque ante la ley, mamá y papá compartían “la unión voluntariamente concertada de un hombre y una mujer con aptitud legal para ello, a fin de hacer vida en común”, y era correcto. Pero en la sección de matrimonio del Código de Familia en Cuba, solo se habla de amor cuando se menciona el deber de inculcar en los hijos el amor al estudio y el amor a la patria (y eso lo hicieron bien): nada había sobre el amor entre los cónyuges.
Estaba agradecido por haber venido al mundo gracias a esa paradoja, pero tanto quería a sus padres, que le dolía en cada recuerdo de familia que no hubieran podido casarse con quienes quisieron, que no pudieron adoptar hijos y tuvieron que hacer algo engañoso con ellos mismos para concebir, como si el amor entre los gays y las lesbianas fuera de segunda categoría, o como si sus hijos les fueran a salir desviados o invertidos, flojitos o marimachas, como decían las únicas personas a las que se había visto obligado a dislocarles la mandíbula de un puñetazo.

Ariel Montenegro.
Cuba.

No hay comentarios:

Publicar un comentario